Si la valía de un entrenador de fútbol se tuviese que medir por las ligas y torneos que ha ganado con los equipos a los que ha entrenado durante su trayectoria, es posible que un servidor se encontrase en los últimos escalafones de un hipotético ranking mundial. Y es que, a día de hoy, el único logro con el que cuento (siempre hablando de éxitos “tangibles” y sin contar subcampeonatos) es un ascenso de categoría… y fue como tercer clasificado y por la imposibilidad de ascender de otro equipo.
También es cierto que solo he entrenado en categorías de fútbol base (local, federado y en academias en China) y que, en la mayoría de los casos, no eran equipos “ganadores”. Además, a diferencia de muchos otros entrenadores, mi prioridad siempre fue la formación por delante de los resultados, llegando a tomar decisiones que podían perjudicar nuestros resultados, pero que eran necesarias a nivel formativo. Por lo tanto, me ha tocado vivir a la sombra de otros equipos y entrenadores “ganadores” y me siento orgulloso de haber sido fiel a mis ideas.
Cuando comencé a entrenar, hubo temporadas en la liga de la escuela local de fútbol de mi ciudad en las que mis equipos lograron muy pocas o ninguna victoria. No me he equivocado: hablo de temporadas en blanco o con una victoria en total. Y no solo eso, sino que cada semana algunos resultados llegaban a ser aterradores (en contra).
En ciertos momentos, incluso llegabas a sentirte impotente y te planteabas si era porque no valías para ello. Hacías una profunda reflexión y autocrítica. Intentabas mejorar tus entrenamientos, tu feedback, las posiciones de algunos jugadores, las alineaciones, etc. Pero, normalmente, cuando lo intentabas todo y más y veías que los resultados no mejoraban, acababas entendiendo que no podías hacer mucho más.
La explicación era más sencilla que todo eso: mientras algunos entrenadores y yo nos dedicábamos a entrenar a los equipos y jugadores que nos tocaban en suerte, otros se congraciaban intentando convencer y acaparar a los mejores jugadores de los demás equipos para jugar con ellos. Y, del mismo modo, expulsando sin reparos a los que “no daban el nivel”. Todo ello de manera casi desesperada y con unas artes que, a veces, alcanzaban lo mezquino. En una liga de escuela a nivel local. Con jugadores de 8 a 12 años, principalmente. Como para reflexionar.
El caso es que los equipos de muchos de estos entrenadores te endosaban auténticas palizas por disponer de los mejores jugadores de la ciudad. Por si fuera poco, incitaban a la humillación y celebraban las victorias como si les fuese la vida en ello. Y no solo eso, sino que se creían auténticos genios futbolísticos. Tanto que, al acabar los partidos, te miraban con prepotencia y casi compadeciéndote, como si te perdonasen la vida. “Pobres paquetes”, debían pensar. Viendo este panorama, cualquiera se plantearía que todos estos entrenadores que ganaban tanto luego se fueron a categorías federadas y siguieron arrasando, dado el currículum de victorias que les precedía.
Sin embargo, la realidad era bien distinta. La mayoría de ellos nunca llegaron más allá de esas competiciones locales. Y, gran parte de los que lo hicieron, demostraron más adelante que su nivel real era mediocre o, incluso, pobre. Que sus victorias eran más por mérito de los buenos jugadores de los que disponían (que quitaban a los demás y que acumulaban en sus equipos), que por los conocimientos que ellos eran capaces de enseñar y transmitir como entrenadores.
Casualmente (o no), la mayoría de los entrenadores que luego fuimos llegando a categorías federadas y que nos consolidamos en ellas éramos los que entrenábamos a equipos normalitos o flojos en la escuela de fútbol local. Los que, debido a esto, tuvimos que aplicarnos mucho para intentar aprender y mejorar continuamente. Por desgracia, hubo otros compañeros que también merecían oportunidades pero que, por cuestiones laborales o familiares, no pudieron dar ese salto a las competiciones federadas.
Por todo esto, siempre he huido de valorar el nivel de un entrenador por sus resultados obtenidos. El tiempo me ha demostrado que no es una variable que tenga correlación directa con su aptitud para entrenar. Los jugadores de los que se disponga (especialmente en las categorías iniciales del fútbol base) marcan en buena medida los resultados que se puedan lograr. Ni siquiera hace falta trabajarlos bien, porque el talento va por delante. Cuando crecen y se igualan físicamente es cuando se ve quién está bien trabajado y quién no.
Si de verdad se quiere evaluar la valía real de un entrenador de fútbol es mucho más fiable verlo entrenar, dirigir y gestionar el grupo de jugadores que los éxitos, campeonatos y trofeos que haya podido lograr. Saber si es capaz de enseñar a los jugadores y de mejorarlos a nivel individual y colectivo. Al final, los resultados son los grandes mentirosos del fútbol, porque las victorias pueden engrandecer a un mal entrenador o a uno mediocre y las derrotas, encubrir a uno bueno.